Cuando era pequeña cogía caracoles con mi familia y hacíamos carreras con ellos en el balcón de un apartamento de veraneo. La carrera más lenta del mundo. No importaba quién llegase antes a la meta sino disfrutar de los movimientos de aquellos pequeños seres. Del camino que hacían, del rastro que dejaban atrás casi transparente e imperceptible. Minutos después mi madre los preparaba para, según ella, hacer un estupendo guiso. A lo que yo protestaba y renegaba. Por suerte algunos de ellos recibían el indulto y yo los acogía como pequeñas mascotas. Jugaba con ellos hasta que me cansaba. Quedaba como hipnotizada con sus cascarones llenos de círculos que llegaban casi hasta el infinito.
Y del infinito o de quién sabe qué lugar apareció un caracol veinte años después ante mí. Salía yo del vagón del metro y el ser se deslizaba del asiento del andén. No había nadie más sólo él y yo ante la frialdad de la estación.
Esto me hizo pensar en mi relación de la infancia con estos animalitos. También reflexionar sobre mi presente. Me he sentido que camino entre caracoles, como ellos. Despacio pero sin pausa.
Un ente sencillo e indefenso que transita con su casa circular con espirales hacia el interior. Cargando con una casa iluminada, segura. Mi estado emocional es bien parecido. Saliendo de turbulencias me acojo a mi caparazón con poco peso para seguir mi camino hacia la autodependencia, hacia la espiritualidad. A encontrarme conmigo misma. Con antenas bien atentas al alrededor, para no perder detalle de las cosas realmente importantes. El caracol no tiene prisas y yo tampoco. Queremos saborear cada momento y dejar rastro de lo que va ocurriendo en nuestras vidas. Ellos se van cruzando en mi destino. Quiero creer que son símbolo de mi camino, y con sus huellas va fluyendo la vida.