“Está coja, mirarla, no sabe andar”vociferaban entre carcajadas las
compañeras de clase, me seguían por todas partes del patio del colegio.
Entonces tenía entonces diez años, diez años y angustia, y ansiedad, y miedo,
ganas de llorar, mucho miedo de salir al patio.
Esa semana, me había hecho daño bailando ballet clásico, no era muy grave,
pero me costaba caminar bien. Y eso parecía motivo de burla de mis
compañeras.
La danza era mi vía de escape, poderme relacionar con otras compañeras
con inquietudes similares y de mayor cultura. Aunque era un arma de doble filo.
Me obsesionaba con ser mejor, con estar más y más delgada para poder bailar
en los escenarios… Para poder bailar y sentirme válida y querida. Me
obsesionaba en ser tan delgada que nadie me viera en estar tan delgada para
pasar desapercibida en ese mundo cruel y hostil que era parte del colegio en
quinto de primaria. Ya no aguantaba más burlas, y cuando decidía manifestar
mi enfado o rabia hacia ellas, estas se aprovechaban más de mí. Eso
destrozaba mis ilusiones por el “grupo” en general y por mi estima hacia mi ser.
Y dicen que la infancia es la edad de la inocencia… Yo lo recuerdo como la
edad del miedo y la mayor tristeza, más que nada, a nivel escolar. Por suerte
siempre he tenido gran apoyo de mi familia. Gracias a ellos estoy aquí.
Me aislaba en los libros y en mi familia. En Roald Dahl, en Anna Frank, en
Elvira Lindo, entre otras y otros autores. Y en inventarme historias poesías,
cuentos, teatro, mi diario…
“Querido diario:
Hace días que quería escribirte. Hoy me han llevado a la pediatra, y me han
vuelto a pesar. Si no vuelvo a engordar me ingresarán.
Vi el miedo de mi madre y de mi padre en sus ojos. No quiero que sufran más
pero sufro mucho al ir a esa clase, nadie se acerca a mí sino es para
aprovecharse de mí o meterse conmigo. No sé qué voy a hacer…”
También, bueno casi siempre, me pasaba los tiempos muertos del recreo en la
biblioteca de la escuela. Aunque al parecer no era la única.
No era la única, Marta, que años más tardes seríamos inseparables, aun
entonces no nos conocíamos, también pasaba mucho tiempo del recreo en la
biblioteca de la escuela. No sabía que pasaba con aquella chica que también
leía si nos hubiera dado por hablar, igual nos hubiéramos hecho inseparables
muchos años atrás y juntas llevar ese sufrimiento y acoso escolar más liviano.
Ahora lo llaman “bullying”, antes decían que era normal… Que los niños y las
niñas no controlan sus impulsos de ira ni de ningún tipo. Y que el meterse con
los defectos de una o de uno era normal, que eso te preparaba a la vida adulta.
Debo ser muy sensible, pero para nada estoy a favor de esa justificación de la
violencia. Ojalá hubiera existido ese teléfono que ahora existe, ojalá hubiera
tenido una amiga y las herramientas para parar a aquellas que convivía en la
clase.
Y la lacra de aquellas conductas, la vergüenza, el miedo, la incomprensión, la
injusticia, el querer ser invisible…
Adelgazar para no verme, para que no me vieran, para que no se
metieran conmigo, para no sentir miedo, para no preocupar a mis padres, para
no opinar el clase y que me juzgaran, para dejar de ser, para no existir en un
mundo que no me dejaba ser yo misma.
Y el miedo volvió a apoderarse de mí años más tarde, el miedo creo que
siempre ha vivido conmigo…El miedo por el recuerdo de mi infancia.
Es la experiencia buena o menos buena, que me ha hecho que no puedo
luchar contra éste, contracorriente sino, aceptarlo, convivir con él. Convivir que
tampoco es dejarse vencer. Solo aceptar y abrazar los momentos buenos y
malos, querernos y seguir nuestro camino.
¿Venganza? Creo que después de más de veinte años de aquellos sucesos
escolares, malditos, la lucha contra esas jóvenes ya no merece la pena… El
perdón, sobretodo perdonarme a mí misma no haber reaccionado de otra
manera. Y sobre todo quererme. Mirarme al espejo e ilusionarme por poder
mirarme, por tener vista, por pensar, por ser y por respirar y levantarme cada
día con ilusiones.
Así que aun con palabras cargadas de pena y de rabia, en este relato, trato de
perdonar a aquellas niñas que no tenían ilusiones por nada ( o al menos sus
actos lo demostraban), que les pesaban las comparaciones y con ellas la poca
sensibilidad o empatía hacia alguna de sus compañeras, entre ellas yo misma.
Y pese al sufrimiento que fue colmando el vaso en posteriores décadas de mi
vida, a sufrir crisis existenciales y sobre todo, emocionales, me quedo con mis
tardes de infancia con alguna amiga jugando, me quedo con el cariño y amor
de mis hermanos Mar y Javi, me quedo con el amor y apoyo de mis padres y
sus largos paseos por mercados de libros de la gran Barcelona, y me quedo
conmigo, con mi niña pequeña, con mis sueños de tener unas relaciones de
compañerismo “sanas”. Me quedo sobretodo con haber conocido tanto desde
tan pequeña. Y no me quedo con las injusticias, con el juicio hacia otras
personas por cualquier motivo ya desde la niñez se hace, juicios y faltas graves
hacia otras personas, violencia gratuita.
Aunque mi pasado no lo pueda cambiar, escribo estas palabras para
encontrarme y encontrar a otras personas que en su niñez hayan o no hayan
sentido estas vivencias, puedan entenderme puedan empatizar con el prójimo y
denunciar o reeducar a las y los acosadores en escuelas e institutos. Que la
sociedad eduque en valores y en inteligencia emocional, que las madres,
padres y hermanos se comuniquen como hicieron los míos, con aquellos y
aquellos que sufren esta violencia.
Y no ser más invisible, que se hagan visibles las voces de las personas que
hemos podido sufrir, de las niñas y de los niños que aun sufren… Que luchen
por sus vidas, que se empoderen, que digan no o basta, que sepan
defenderse, que regulen sus emociones y que se quieran, que se quieran
mucho,
Y hacer bien, educar en valores a aquellos otros que no entienden la palabra
respeto con sus actos y opiniones. Más y mejor inteligencia emocional. Más
respeto a la diversidad en todas sus formas.
“Querido diario:
Han pasado veinte años. Mi vida ha ido cambiando mucho, mis ilusiones, mis
relaciones… he aprendido a quererme y hacerme respetar como niña de
entonces, como mujer y como persona. La luz brilla hasta en la mayor
oscuridad del ayer. ¡A por un nuevo amanecer!”